Una de las leyendas mas antiguas de las Islas Canarias la encontramos en Tenerife, en un barranco de la zona Suroeste de la Isla denominado el Barranco del Infierno.
Pasamos por la zona para verlo mas detenidamente y poder disfrutar de sus vistas, pues le encontramos en casi la cima de una empinada montaña en la costa de Adeje, entre las famosisimas playas de Los Cristianos y Los Gigantes, lamentablemente convertido en un negocio.
Según intentamos entrar nos encontramos una taquilla que tapona el mirador principal, de modo que aunque solo queramos sentarnos en un mirador de montaña hemos de pagar por tal osadía, recorrerlo ya es otro cantar mas caro, pero esto solo es un aviso por si queréis visitarlo, lo que nos importa es su leyenda, pues la trama de “La leyenda del Barranco del Infierno” escrita por Don Luis Salcedo y Díez de Tejada, publicada en 1932 discurre en el conocido paraje adejero en la época guanche con una trama de tintes dramáticos, en la que se unen temas atemporales como el amor, la infidelidad, los celos, la ambición, el poder, la envidia y la venganza. Todo ello se combina con el impresionante paisaje de ese bello enclave adejero, con sus laderas cortadas a pico, sus fugas y los roques que las coronan:
La Leyenda del Barranco del Infierno Barranco del Infierno (Adeje)
Era Mencey (Rey) de Adeje, el sabio y virtuoso Acaymo; su poder y sus riquezas no tenían igual en toda la superficie de la isla; sus tesoros eran inmensos e incontable el número de sus rebaños. Tenía tan sólo dos hijos, que constituían su única preocupación, cuando ya, casi en los límites de la ancianidad, se prendó locamente de la joven Saro, mujer de extraordinaria belleza y gallardía.
Pronto Saro dió al anciano Acaymo un hijo, al que se le llamó Xampó; y desde luego ocurrió lo que ocurrir suele con gran frecuencia en estos casos; y fué que, poco a poco, el niño Xampó, fué ahondando en el corazón del viejo príncipe, que llegó a sentir por él un cariño avasallador y absorbente, que se traducía en vehementes arrebatos, sobre todo, cuando contemplaba los prodigios de fuerza, arrojo y destreza del joven príncipe.
No tardó éste en enamorarse con delirio de una muchacha algo parienta de su madre, a la que toda la tribu señalaba como un dechado de belleza entre las innumerables y hermosas hijas de la vigorosa raza guanche. Llamábase Iora, y aun cuando honesta y recatada, en el fondo no dejaba de ser altanera y bien prendada de su belleza.
Iora, pues, aceptó los amores de Xampó, más que por el poderoso atractivo de su viril belleza, por ser hijo de rey, porque, quien sabe, si éste fuera el medio de ver realizados los halagadores ensueños de su ambición...!
Pero una tarde, el príncipe Saure, primogénito de Acaymo, al pasar por el lugar donde Iora guardaba su rebaño, le prodigó entusiastas galanteos, que la voluble y ambiciosa Iora recibió satisfecha, por considerarle sin duda mejor partido que su rendido novio.
Pero Saure temía a Xampó; sabía muy bien que su valor igualaba a su fuerza; y que en la típica lucha canaria, no había sido vencido por ningún campeón en tres años a la fecha; y este temor, agudizado por el odio que su hermano le inspiraba, ahora mucho más enconado por la belleza de Iora, le decidió a buscar de nuevo a la veleidosa doncella; y después de deslumbrarla con la descripción de la vida fastuosa de poder y de riqueza con que su amor la brindaba, le comunicó sus deseos, toda vez que era indispensable deshacerse de Xampó, al que no podía retar abiertamente so pena de incurrir en la maldición, y hasta, quién sabe, si en el desheredamiento de su padre.
Acostumbraban a verse los amantes en un sitio apartado, o sea en una agreste meseta emplazada en el corazón del barranco, y que inspiraba gran temor a los habitantes de los contornos, porque en ella se abría la boca del Nautemio (Infierno), una espantosa cima de insondable profundidad, que a las veces arrojaba vapores caliginosos, acompañados de misteriosos ruidos.
Pues bien; cierto atardecer, y cuando más confiado y contento se sentía el valiente Xampó, enajenado por los atractivos y mentido amor de la pérfida Iora, ésta, arteramente, y fingiendo esquivar, para hacerlas más ansiadas, las ardientes caricias del infeliz muchacho, arrastró a éste con un feroz disimulo, y una infinita crueldad, sobre ella, ofreciendo en su contorno el vacío pavoroso de su seno. Esta roca, que pacientemente había sido quebrantada a fuerza de golpes por el infame Saure, durante noches precedentes, no tardó en ceder, arrastrando con ella al desdichado Xampó, al mismo tiempo que inusitado bramido de las fuerzas plutónicas, por insospechada coincidencia, o más bien por sorda expresión de la cólera divina, se dejaron oír desde el fondo tenebroso del vertiginoso abismo.
Pero Xampó no fué por el pronto víctima de este inicuo plan, tan cruelmente trazado por los dos traidores, sino que, al sentirse perdido, poniendo por instinto en juego sus poderosos músculos de acero, logró asirse con una de sus manos a la afilada arista de la roca partida, y no hubiera tardado seguramente en vencer por su propio esfuerzo el espantoso peligro, si hubiera podido valerse de su otra mano herida y dislocada por el derrumbamiento; por ello, con suplicante voz, invocó la ayuda de aquella mujer, a quien dió su corazón y las más caras ilusiones de su alma; indicándole que tendiera la cayada sobre su cuello, tan sólo un momento, el suficiente para que con tan escaso y liviano punto de apoyo, pudiera él colocar el codo del antebrazo herido sobre la roca; pero Iora, aunque aterrada y llena de espanto, tuvo fuerzas, sin embargo, para aproximarse al borde del abismo, no para proporcionar el punto de apoyo que imploraba el traicionado novio, sino para esgrimir y golpear brutalmente con su cayada la crispada mano que se incrustaba en la peña, hasta conseguir que aquel cuerpo, lleno de juventud y de belleza, se desplomara pesadamente en el seno del aterrador abismo; al par que el cobarde Saure, prudentemente oculto hasta entonces, tras de unos arbustos próximos, se acercaba precipitadamente saltando de roca en roca, pretendiendo eludir el contacto de vapores que cada vez más intensos y asfixiantes manaban de la negra sima.
Por fin, después de titánicos esfuerzos, consiguió llegar a la peña, en donde la infame Iora acababa de consumar su crimen, a tiempo para sostenerla en sus brazos, pues abatida también por el ambiente irrespirable que la rodeaba iba ya a desplomarse; y apartándola algunos pasos del abismo, bajo el benéfico influjo de una tenue corriente de aire, emprendieron ambos frenética carrera, cayendo y levantándose con aterradora frecuencia, en medio del caótico desprendimiento de piedras, chasquidos espantosos de las lavas que el Nautemio ya empezaba a desbordar, y en medio del trepidar constante del terreno que pisaban, como tenue y frágil pared de inmensa caldera en que se hubieran acumulado presiones incalculables.
De pronto, un grito salvaje, de dolor infinito, salió de los ensangrentados labios de Iora, al chocar violentamente en su desenfrenada carrera con una enorme roca interpuesta en su camino; y cuando, ya en el suelo el miserable Saure, pretendió darle ayuda, llegó a ellos con la irreductible violencia del huracán el espantoso gigante que, con rabia sin igual, pisoteó ambos cuerpos, hasta dejarlos convertidos en informe y sangrienta masa, que no tardó en quedar sumergida en el ya caudaloso arroyo de hirviente lava, que corría, arrasándolo todo, por los laberínticos declives del barranco.
Luis Salcedo. Granadilla, 1932.
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